Cuando los títulos importan más que los resultados: una historia del sector público que nadie quiere contar

Hace unos años, un colega —llamémoslo Andrés— decidió dar el salto al sector público después de una década en empresas privadas tecnológicas. Con experiencia en desarrollo de software, liderazgo ágil y transformación digital, llegó con entusiasmo a una importante institución estatal encargada de modernizar sus sistemas internos. Su misión: optimizar procesos, reducir tiempos de respuesta y mejorar la eficiencia operativa. Sonaba bien. Demasiado bien.

Lo primero que notó Andrés fue el ambiente. No había urgencia, ni presión por entregar valor. Las reuniones duraban horas sin conclusiones claras. Los correos se respondían semanas después, cuando se respondían. Pero lo que más le sorprendió fue el sistema de incentivos: mientras más títulos académicos tenías, más ganabas. Un ingeniero con dos maestrías y un diplomado en gestión pública sostenible (con enfoque en equidad territorial) ganaba significativamente más que otro con igual cargo pero menos papeles colgados en la pared, aunque este último hubiera resuelto problemas reales durante años.

Andrés no entendió al principio. Pensó que era justo: mayor conocimiento, mayor remuneración. Hasta que vio cómo funcionaba en la práctica. Descubrió que muchos funcionarios priorizaban inscribirse en nuevos diplomados antes que resolver incidencias críticas. Uno de sus jefes directos, por ejemplo, estaba más enfocado en completar un curso de “innovación social aplicada al patrimonio cultural” que en atender un sistema de atención ciudadana que colapsaba cada semana. El ascenso no dependía de impacto, sino de acumulación de certificaciones. Y así, poco a poco, el mérito técnico dejó de importar.

El punto de quiebre llegó cuando Andrés desarrolló una herramienta automatizada para reducir el tiempo de carga de trámites digitales. En teoría, un éxito. En la práctica, un error garrafal. Al agilizar el proceso, eliminó pasos manuales que varios empleados usaban como justificación de su jornada laboral. Nadie celebró la eficiencia. Al contrario, comenzaron las miradas frías, los correos pasivo-agresivos y, finalmente, la invitación velada a “buscar otros horizontes”. No hubo despidos formales, solo incomodidad constante, reuniones a las que no lo invitaron, y la sensación de estar sobrando. Terminó renunciando, sin reconocimiento, sin retroalimentación útil, sin entender del todo qué había hecho mal.

Otro caso similar ocurrió meses después en otra institución. Una analista joven propuso migrar un sistema obsoleto a la nube, ahorrando costos anuales millonarios. Su jefe inmediato, con seis postgrados pero cero experiencia en arquitectura tecnológica, bloqueó la iniciativa. ¿Motivo? La implementación requería capacitación técnica que él no dominaba. Prefirió mantener un sistema inseguro, lento y caro antes que verse superado por alguien con menos títulos pero más capacidad práctica.

Lo preocupante no es que esto pase aquí o allá. Es que sea sistemático. Que el incentivo esté mal alineado. Que se premie el consumo de educación formal sobre la generación de valor real. Que quienes más saben técnicamente sean marginados por no seguir el juego burocrático. Y que, mientras tanto, los ciudadanos sigan pagando por sistemas que no funcionan, atendidos por personas que nunca fueron evaluadas por su desempeño, sino por su currículum lleno de sellos.

No se trata de demonizar al sector público. Muchos funcionarios trabajan con vocación y entrega. Pero mientras el sistema siga recompensando el título sobre el resultado, seguiremos atrapados en una máquina lenta, cara e ineficiente, donde innovar es un riesgo y mejorar, una amenaza.

#SectorPúblico #Eficiencia #GobiernoDigital #TransformaciónDigital #Liderazgo #Burocracia #Tecnología #Gestión Pública #Innovación

Deja tu comentario

Su dirección de correo electrónico no será publicada.

0 Comentarios

Suscríbete

Sígueme