Hay personas que cuando se sienten con un poquito de poder, aprovechan de tratar mal a quienes tienen que atender
En muchas organizaciones —públicas o privadas— hay un fenómeno silencioso pero corrosivo: personas que, al sentirse mínimamente investidas de autoridad, transforman su rol en un trono desde el cual juzgar, humillar o ignorar. No se trata de líderes con visión, sino de empleados que, al tener la mínima capacidad de decir “no” o “espere”, la usan no para servir, sino para imponer.
Tomemos a Pedro, técnico de soporte en una empresa mediana. Su trabajo es resolver fallas técnicas, no evaluar la inteligencia de sus colegas. Sin embargo, cuando alguien del área comercial o de recursos humanos acude a él con una laptop que no enciende, en lugar de ayudar, lanza preguntas retóricas como: “¿Seguro que no le diste al botón de apagar?” o “¿Probaste reiniciarlo… o solo viniste a que lo haga yo?”. No busca soluciones; busca superioridad. Y mientras él se siente grande, la productividad de todo un equipo se resiente.
Otro ejemplo más cotidiano: una funcionaria del Registro Civil, al verme con barba de dos días y camisa casual, me dijo con tono de reproche: “Así no le tomo la foto, esto no es para el carnet del club de fútbol”. No ofreció alternativas, no mostró empatía. Solo ejerció su pequeño poder: si no cumplía con su estándar arbitrario, no habría trámite. Y como todos sabemos, en esos contextos, uno no puede responder. Uno traga, sonríe forzado y vuelve a hacer la fila otro día.
Estos comportamientos no son “malos días”. Son patrones. Y revelan algo más profundo: cuando las organizaciones no cultivan una cultura de servicio —sino de control—, cualquier persona con un título, una credencial o una posición mínima se convierte en un guardián caprichoso. El resultado no es solo frustración momentánea; es desconfianza sistémica, baja moral y servicios que, técnicamente correctos, emocionalmente fracasan.
Lo irónico es que estos “pequeños poderosos” suelen ser los primeros en quejarse cuando alguien por encima de ellos les exige responsabilidades. Pero mientras tanto, desde su mostrador, su cubículo o su ticket de soporte, repiten el ciclo: tratan como les tratan… o peor.
¿La solución? Revisar no solo los procesos, sino las actitudes que normalizamos. Porque un sistema eficiente no sirve si quien lo opera lo convierte en un obstáculo.
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