Si trabajas remoto, tu empleador debe ayudarte a pagar la luz que consumes?
Parece una broma, pero no lo es. Hace unos meses, un consultor llamado Matías le planteó a su jefe que la empresa debía cubrir parte de su boleta de electricidad. Su argumento: “Estoy encendiendo mi notebook ocho horas diarias por órdenes de ustedes, así que el gasto energético es suyo”. No se quedó ahí. También pidió un reembolso mensual por su conexión a internet, alegando que sin ella no podría cumplir con sus tareas.
Muchos aplaudieron. Otros callaron, incómodos. Nadie se atrevió a decir que aquello sonaba más a una extensión del Estado de bienestar que a una relación laboral.
Este tipo de planteamientos están dejando de ser anécdotas para convertirse en demandas normalizadas. Y detrás de ellas late una idea peligrosa: que el empleador debe financiar no solo tu trabajo, sino también tu estilo de vida. No se trata ya de herramientas necesarias —como un computador o un software— sino de costos domésticos que antes nadie cuestionaba como ajenos al contrato laboral.
Claro, el trabajo remoto vino a romper esquemas. Ya no hay oficina, ni cafetera compartida, ni luz del edificio corporativo. Pero eso no significa que el hogar se haya convertido en una sucursal subsidiada de la empresa.
Tomemos otro caso. Carla, diseñadora gráfica freelance contratada por una startup, envió una factura mensual que incluía “costos de ambiente de trabajo”: calefacción en invierno, sillas ergonómicas, incluso una línea para “gastos psicológicos por aislamiento”. Su cliente, sorprendido, le preguntó si también cobraría por el café que se tomaba durante las reuniones virtuales. Ella respondió en serio: “Si fuera en su oficina, me lo ofrecerían”.
Aquí está el quid del asunto. Se está borrando la línea entre lo que es un beneficio razonable y lo que es una externalización de costos personales. Y lo más preocupante no es la petición en sí, sino la naturalidad con la que se formula, como si fuera un derecho adquirido y no una negociación.
El teletrabajo no es un subsidio. Es una modalidad. Y como toda modalidad, implica ajustes mutuos, no transferencias unilaterales de gastos. Si una empresa te exige estar conectado 10 horas diarias con tres monitores y una conexión de fibra óptica de 300 Mbps, entonces sí, tiene sentido discutir apoyos técnicos. Pero si lo único que pide es que cumplas con tus entregas desde tu casa, con los recursos básicos que cualquier persona con trabajo remoto ya debería tener, entonces no estamos hablando de una obligación empresarial, sino de una expectativa desmedida.
Peor aún: esta mentalidad erosiona la autonomía del trabajador. Porque si cada gasto doméstico relacionado con el trabajo debe ser reembolsado, entonces el empleador termina teniendo injerencia en cómo vives, qué consumes, cuánta luz usas, qué tipo de silla mereces. ¿Dónde queda la independencia del profesional si cada decisión del hogar requiere una justificación contable?
No se trata de negar apoyos razonables. Muchas empresas ya entregan equipos, subsidian internet o pagan licencias de software. Eso es parte de la adaptación al nuevo paradigma. Pero hay una diferencia abismal entre facilitar las condiciones para trabajar y asumir la responsabilidad por los costos de vivir.
Detrás de estas demandas crecientes late una transformación cultural más profunda: la infantilización del vínculo laboral. Se espera que el empleador no solo pague, sino que cuide, proteja, compense y hasta entretenga. Y mientras eso ocurre, se desdibuja la figura del profesional autónomo, capaz de gestionar sus propios recursos y asumir riesgos razonables.
El trabajo remoto no es un regalo. Es una responsabilidad compartida. Requiere disciplina, infraestructura mínima y sentido común. No es justo exigirle a una empresa que financie tu vida doméstica bajo el pretexto de que estás trabajando desde casa. Si así fuera, ¿debería también tu vecino, que trabaja en una oficina, exigir que su empresa le pague el pasaje de ida y vuelta, la colación del mediodía y el plan médico privado para su familia?
El equilibrio está en reconocer que el teletrabajo trae libertades, pero también exigencias. Libertad de horario, de vestimenta, de ubicación. Pero también exigencia de resultados, de profesionalismo y de autosuficiencia. Quien espera que su empleador le cubra la luz, el internet y el café, está confundiendo un contrato laboral con una pensión vitalicia.
Y eso no es progreso. Es regresión disfrazada de modernidad.
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