Qué le dirías a tu jefe si pudieras ser sincero
¿Alguna vez te ha pasado? Estás en una reunión uno a uno, tu jefe se recuesta en su silla, sonríe con esa mezcla de falsa cercanía y autoridad contenida, y suelta: “Háblame con sinceridad, siéntete en confianza”. Y tú, por dentro, ya estás calculando cuántos meses de ahorro te alcanzan si esto termina mal.
Porque sabes que “sinceridad” en ese contexto no significa libertad para decir lo que piensas. Significa: “Dime algo que me haga sentir que estoy haciendo bien mi trabajo, pero sin contradecirme”. Y si por error mencionas que el proceso está roto, que el cronograma es irreal o que el equipo está al borde del colapso… bueno, ya puedes empezar a actualizar tu perfil de LinkedIn.
Hoy, en un mercado laboral saturado de egos mal entendidos, decir la verdad cuesta más que nunca. No porque no existan espacios para el diálogo, sino porque muchos de esos espacios están minados por la jerarquía disfrazada de “cultura de feedback”. Y el miedo a perder el empleo —especialmente en tiempos de recortes, contrataciones congeladas y promesas vacías— convierte la honestidad en un lujo que pocos pueden permitirse.
Piensa en esto: en una reunión semanal, hay un líder que cree que liderar es revisar el estado de las tarjetas en el Task Manager. Verde, amarillo, rojo. Nada más. No pregunta por los obstáculos técnicos, por las horas extras no declaradas, por el cliente que cambia de requisitos cada dos días. Solo mira si la tarjeta dice “en progreso” o “completada”. Y si alguien se atreve a explicar que detrás de una tarjeta “verde” hay tres días de trabajo intenso, debugging a medianoche y una solución parcheada con cinta adhesiva… la respuesta suele ser: “Entiendo, pero hay que cumplir los plazos”.
Ese líder no es malvado. Simplemente no entiende. Y peor: no quiere entender. Porque entender implicaría admitir que su visión del trabajo es superficial. Y eso, en muchas organizaciones, equivale a perder autoridad.
Lo más peligroso no es la ignorancia técnica. Es que muchos líderes han aprendido a olfatear el miedo. Saben que tú necesitas este trabajo. Que tienes cuentas por pagar, metas personales, responsabilidades. Y en vez de generar condiciones para que puedas rendir sin quemarte, usan ese miedo como palanca: “Confío en tu compromiso”, “Sé que darás lo mejor”, “Este es un momento clave para demostrar tu valor”. Frases que suenan como elogios, pero que en realidad son cadenas disfrazadas de oportunidades.
Y así, el compromiso extremo —ese que ya venía al límite— se convierte en sobreexigencia normalizada. Se espera que estés disponible fuera de horario, que respondas en minutos, que aceptes cambios de último minuto sin cuestionar. Y si dudas, ya no eres “proactivo”. Eres “poco adaptable”.
El resultado es una cultura del silencio. Donde las injusticias se toleran, los errores se ocultan y las ideas reales nunca salen del grupo de WhatsApp del equipo. Porque todos sabemos que, en la práctica, la sinceridad no se premia: se penaliza.
No se trata de victimismo. Tampoco de idealizar un mundo laboral perfecto. Pero sí de reconocer que mientras el poder siga concentrado en manos que confunden control con liderazgo, la mayoría seguirá eligiendo la supervivencia sobre la autenticidad.
Y eso no es cobardía. Es realismo. Porque cuando tu estabilidad depende de complacer a alguien que valora más el color de una tarjeta que el esfuerzo detrás de ella, hablar claro no es valentía: es un acto de alto riesgo.
La verdadera pregunta no es “¿qué le dirías a tu jefe si pudieras ser sincero?”. La verdadera pregunta es: ¿hasta cuándo estás dispuesto a callar para mantener un lugar que no respeta tu tiempo, tu esfuerzo ni tu inteligencia?
Porque el día que dejes de necesitar su aprobación para sentirte profesional, ese día podrás hablar. No con rabia. No con sarcasmo. Sino con la calma de quien ya no tiene nada que perder.
Hasta entonces, seguiremos asintiendo en esas reuniones, sonriendo ante los “háblame con sinceridad”, y guardando nuestras verdades más incómodas… en borradores que nunca publicaremos.
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