La profesión más rentable de América Latina (y no es la que crees)
En pleno año electoral en varios países sudamericanos, algo me ha llamado la atención más allá de los discursos, las pancartas y las encuestas: la transformación de la política en una industria de ascenso personal. No me refiero a la vocación de servicio, que sí existe en algunos casos, sino a la maquinaria bien aceitada que convierte a cualquier persona promedio en un millonario con traje, discurso ensayado y agenda llena de “compromisos con el pueblo”.
Observa con atención a muchos candidatos —incluso a quienes ya ocupan cargos y buscan reelección— y notarás una frase recurrente: “Donde el país me necesite” o “Donde pueda seguir sirviendo”. Suena noble, ¿verdad? Pero detrás de esa retórica se esconde una lógica implacable: la política ya no es un llamado, es una oportunidad de negocio. Y no cualquier negocio: es el único en el que puedes pasar de vivir con lo justo a tener múltiples propiedades, asesores, viajes internacionales y cuentas bancarias que ni los mejores ingenieros o médicos de tu país podrían soñar.
Piensa en esto: ¿cuántos profesionales altamente capacitados —con maestrías, doctorados, décadas de experiencia— ganan menos que un concejal de provincia? La respuesta es incómoda, pero evidente. El Estado se ha convertido en la fuente más generosa de ingresos para quienes aprenden a navegar sus corrientes. Y no hablo solo de sueldos oficiales. Hablo de los contratos, las consultorías familiares, los viajes “de estudio”, los cargos honorarios y toda esa red de beneficios que florece alrededor del poder.
Lo más grave no es que esto ocurra. Lo más grave es que ya no sorprende. Se ha normalizado. Incluso se celebra. Hoy, muchos jóvenes no sueñan con ser científicos, artistas o emprendedores. Sueñan con ser diputados. Porque saben que ahí está la verdadera escalera de movilidad social. Y no los culpo. En un contexto donde el mérito rinde poco y la visibilidad lo es todo, la política se vende como la solución mágica.
Pero hay un truco en este juego. La clave no está en gobernar bien, sino en parecer que gobiernas bien. Y para eso, basta con dominar tres habilidades: hablar cuando toca, criticar al rival en el momento preciso y, sobre todo, mantenerse siempre visible. La empatía ya no es un sentimiento; es una estrategia de marketing. Se abraza a un niño en campaña, se cita a un adulto mayor en redes, se menciona a una comunidad vulnerable en cada discurso… no porque se vaya a cambiar su realidad, sino porque esos rostros representan votos útiles. Votos que se cosechan con promesas, no con políticas públicas sostenibles.
Y aquí viene lo más oscuro: esta lógica no pertenece a un bando político. No es de izquierda ni de derecha. Es transversal. Es sistémica. Es el cáncer silencioso que explica por qué, mientras los indicadores económicos se desploman, la seguridad colapsa y la inflación devora los ahorros de millones, los políticos siguen comprando autos de lujo, viviendo en barrios exclusivos y enviando a sus hijos a universidades en el extranjero.
Peor aún: han perfeccionado el arte de mantenernos esperanzados. Saben que mientras haya una ilusión —una promesa de cambio, una reforma pendiente, un enemigo externo al que culpar— la gente seguirá votando. Y han descubierto que una de las formas más eficaces de generar esa ilusión es fragmentar a la sociedad. Así, convierten a grupos históricamente marginados en monedas de cambio simbólicas. No los empoderan; los instrumentalizan. Les ofrecen reconocimiento retórico a cambio de lealtad electoral, sin resolver las raíces estructurales de sus problemas.
¿Quieres un ejemplo claro? Escucha con atención la promesa más repetida en cada campaña: “Vamos a erradicar la pobreza”. Suena hermoso. Pero fíjate bien: cuando un político dice eso, en realidad está cumpliendo su palabra… solo que no contigo. Él sí logra salir de la pobreza. A veces, incluso de la clase media. En cuestión de meses, pasa a vivir como un magnate. Esa es la promesa que sí cumple. La otra —la tuya— queda en el olvido, envuelta en burocracia, recortes presupuestarios y excusas técnicas.
No se trata de desesperanza. Se trata de lucidez. Porque mientras sigamos viendo la política como un refugio de salvadores, seguiremos alimentando una industria que se nutre de nuestra frustración. Necesitamos exigir más que gestos. Más que fotos. Más que discursos emotivos. Necesitamos evaluar resultados reales, transparencia financiera y, sobre todo, consecuencias para quienes fallan.
Porque al final del día, un país no se construye con promesas, sino con responsabilidad. Y mientras la política siga siendo la profesión más rentable sin rendir cuentas, América Latina seguirá girando en círculos… mientras sus líderes se enriquecen en la curva.
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