¿Y si en lugar de hacer bailar a la reina Isabel, usamos la IA para sanar hospitales?

Cada mañana, al abrir LinkedIn, me topo con el mismo espectáculo: un video generado por IA en el que un político serio canta reggaetón, una celebridad fallecida hace décadas ahora hace trending en TikTok, o un influencer cualquiera se clona a sí mismo bailando en la luna con traje de baño. Todo esto, claro, impulsado por herramientas como Sora 2 de OpenAI, Veo 3.1 de Google, Wan 2, Pollo AI y otras que prometen democratizar la creación audiovisual.

Pero hay algo que no termina de cuadrar. Si estas tecnologías tienen el poder de generar imágenes, sonidos y movimientos con una fidelidad casi indistinguible de la realidad… ¿por qué seguimos usándolas para recrear el mismo circo digital de siempre?

No es que esté en contra del entretenimiento. Tampoco soy de esos que piensan que todo debe ser serio o productivo al cien por ciento. Pero cuando una herramienta con potencial para transformar sectores enteros se reduce a un juguete para generar memes rentables, algo está fallando en nuestra brújula colectiva.

Imaginemos por un momento un escenario distinto. En lugar de usar IA para hacer que la reina Isabel II baile cumbia, ¿qué tal si la usamos para traducir en tiempo real los síntomas descritos por un paciente rural a un médico especialista en Santiago, Tokio o Nairobi? ¿O para simular escenarios clínicos complejos y entrenar a estudiantes de medicina en zonas donde no hay hospitales de referencia?

En educación, podríamos crear tutores virtuales que adapten su lenguaje al nivel cognitivo de cada niño, especialmente en contextos donde un docente debe atender a 40 alumnos con necesidades distintas. En empresas, podríamos usar estas mismas capacidades para detectar brechas en la comunicación interna, identificar señales tempranas de agotamiento laboral o incluso facilitar retroalimentación honesta sin miedo a represalias.

Pero no. Preferimos que un avatar digital de Messi cante una ranchera mientras hace unboxing de un nuevo teléfono.

Claro, todo esto tiene un motor: la rentabilidad. Y no lo niego. Si un video de un gato con voz de Morgan Freeman genera más ingresos que un documental sobre acceso al agua potable, el mercado premiará al gato. Pero eso no significa que debamos rendirnos a esa lógica sin cuestionarla.

Aquí entra un punto incómodo, aunque necesario: muchas de las personas que hoy celebran el “poder creativo” de la IA son las mismas que, hace cinco años, decían que el futuro estaba en aprender a programar, en entender algoritmos, en formarse en ciencia de datos. Ahora, sin embargo, parecen conformes con ser meros operadores de prompts que repiten fórmulas virales.

Tomás, un desarrollador chileno que conozco, pasó meses perfeccionando un modelo de visión por computadora para detectar fallas en infraestructura crítica. Lo presentó en una feria tecnológica local y apenas tuvo tres visitas. Dos semanas después, un amigo suyo subió un video donde aparecía como Iron Man cantando “Despacito” y superó el millón de vistas. Tomás no se rindió, pero confesó algo que muchos callamos: “Siento que si no hago payasadas, nadie me ve”.

Ese es el verdadero dilema. No es que la IA sea mala. Es que la estamos subutilizando en nombre del engagement fácil. Y peor aún: estamos normalizando esa subutilización como si fuera innovación.

Y no se trata de demonizar a quienes la usan para entretener. El problema es sistémico. Las plataformas recompensan lo llamativo, no lo útil. Los fondos de inversión apuestan por lo viral, no por lo sostenible. Y muchos profesionales, presionados por la necesidad de visibilidad, terminan cediendo a la lógica del espectáculo.

Pero también hay esperanza. Miren a Camila, una docente de Concepción que usa IA no para crear avatares bailarines, sino para generar ejercicios personalizados para sus alumnos con dificultades de aprendizaje. No tiene miles de seguidores, pero sus estudiantes mejoraron un 40% en comprensión lectora en un semestre. Esa historia no se vuelve viral, pero cambia vidas.

¿Por qué no celebramos más a Camila y menos al tipo que hace que Elon Musk cante ópera?

La tecnología no tiene ética por sí misma. La ética la ponemos nosotros al decidir para qué la usamos. Y si seguimos eligiendo el camino más fácil —el más rentable, el más ruidoso—, terminaremos con una sociedad llena de videos perfectos… y vacíos.

No se trata de prohibir la diversión. Se trata de recordar que tenemos en nuestras manos herramientas que podrían sanar, enseñar, conectar y empoderar. Y que, si las usamos solo para hacer reír a las multitudes, estaremos desperdiciando una de las oportunidades más grandes de nuestra era.

Así que la próxima vez que abras tu generador de video, pregúntate: ¿esto ayuda a alguien más que a mi cuenta bancaria? Porque si la respuesta es no, quizás valga la pena replantearse no solo el prompt… sino el propósito.

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