Una vez me descartaron de un proceso porque no llevaba corbata

No fue un malentendido. No fue una broma. Fue una evaluación tácita, instantánea y definitiva. Al llegar a la entrevista, la persona me miró de pies a cabeza, asintió con una sonrisa forzada y dijo: “Ok, espere, lo entrevistaré al final”. Por educación, me quedé. Pero antes de que llegara mi turno, decidí retirarme. Le dejé claro que no haría la entrevista: no me interesa trabajar en un lugar donde la corbata pesa más que el conocimiento.

Lo irónico llegó dos meses después: me llamaron. Me ofrecieron una disculpa y un cargo de liderazgo. Agradecí el gesto, pero rechacé la oferta. No por orgullo, sino por coherencia. Porque si algo define mi carrera, es que no me vendo por imagen, sino por resultados.

Con el tiempo supe que esa empresa ha estado en una espiral constante de contrataciones y despidos en su área de sistemas. El problema de fondo no es técnico, sino cultural: siguen priorizando la apariencia corporativa sobre la capacidad real. Prefieren a alguien que se vea “profesional” antes que a alguien que resuelva problemas reales. Y así, mientras el mercado avanza a pasos agigantados, ellos siguen atrapados en una estética de los años 90, donde el traje era el pasaporte al éxito y el código era un ruido de fondo.

No es un caso aislado.

Hace unos años, fui a visitar a un cliente tras un partido de tenis. Llevaba zapatillas, shorts y una polera sudada. Nada fuera de lo común para una tarde de verano. Pero al llegar a la entrada de su edificio corporativo, los guardias se negaron a dejarme pasar. “Está mal vestido”, dijeron. Como si la ropa determinara mi competencia técnica o mi derecho a estar allí.

Mi cliente tuvo que salir de una reunión importante, bajar al lobby y explicar, con cierta vergüenza ajena, quién era yo y por qué estaba allí. Regañó a los vigilantes, pero yo le pedí que no los despidiera. No por compasión, sino porque entendía su error. No era su culpa. Es la lógica que nos han enseñado: que ciertas personas merecen respeto solo si lucen de cierta manera. Que la autoridad se viste, no se demuestra.

Vivimos en una industria donde se presume de agilidad, innovación y meritocracia… pero seguimos juzgando por el atuendo, el acento, el título universitario o el número de seguidores en LinkedIn. Se habla de diversidad, pero se contrata a quien se parece al jefe. Se exalta el pensamiento crítico, pero se castiga a quien cuestiona el ritual de la presentación ejecutiva.

¿Cuántos talentos se han perdido porque no sabían usar PowerPoint con animaciones elegantes? ¿Cuántos programadores brillantes fueron descartados por no sonreír lo suficiente en una entrevista? ¿Cuántos equipos técnicos se han debilitado porque se priorizó el “fit cultural” sobre la capacidad de resolver bugs a las 3 a.m.?

La tecnología no se viste de traje. El código no necesita corbata para funcionar. Y sin embargo, seguimos construyendo estructuras laborales que exigen un disfraz para ser tomados en serio. Como si la profesionalidad fuera un uniforme, y no una actitud.

Peor aún: muchas empresas confunden la disciplina con la rigidez. Creen que exigir una vestimenta específica demuestra orden, cuando en realidad solo demuestra inseguridad. Porque cuando no puedes evaluar el talento con claridad, recurres a señales superficiales. Y cuando no sabes medir el impacto real de una persona, te aferras a lo que puedes ver: su ropa, su tono de voz, su postura.

Pero el mundo cambió. Hoy, un desarrollador puede estar en su casa, en zapatillas, resolviendo un problema que ahorra millones a una multinacional. Hoy, un ingeniero puede estar en un co-working con una camiseta de banda y diseñando la arquitectura de un sistema crítico. Hoy, el valor está en lo que haces, no en cómo te ves.

Y aun así, hay quien insiste en que el “look profesional” es condición sine qua non para acceder a ciertos espacios. Como si el mérito necesitara permiso de vestuario.

No se trata de rechazar toda forma de presentación. Se trata de no confundir la forma con el fondo. De no permitir que la estética eclipse la sustancia. Porque si seguimos valorando más la imagen que la eficiencia, seguiremos perdiendo talento real a cambio de una ilusión de orden.

Y mientras tanto, los verdaderos problemas técnicos seguirán ahí: sistemas frágiles, deudas técnicas acumuladas, decisiones basadas en modas más que en lógica. Pero al menos todos irán bien vestidos.

Así que la próxima vez que alguien te diga que no entras porque no llevas corbata… pregúntate: ¿realmente quieres entrar a un lugar que te juzga por eso?

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