¿Te cancelaron cinco minutos antes una reunión que planificaron hace dos semanas?

Sucede con más frecuencia de lo que se admite. Una reunión acordada con quince días de anticipación, bloqueada en agendas, coordinada entre múltiples compromisos, incluso reorganizada en torno a otras responsabilidades. Y luego, cinco minutos antes del inicio, llega el mensaje: “Lo siento, algo urgente surgió. ¿Podemos reagendar?”. A veces ni siquiera hay una disculpa. Solo un emoji sonriente, como si el gesto borrara el impacto.

Este tipo de comportamiento ya no es una excepción. Se ha convertido en norma. Y en esa normalización se esconde un problema más profundo: la progresiva desvalorización del tiempo ajeno.

Vivimos en una cultura laboral que exige disponibilidad inmediata, pero rara vez reciprocidad. Se espera que todos estén listos al primer llamado, pero pocos se sienten obligados a honrar los compromisos asumidos. Cancelar una cita con antelación mínima —o sin ella— ya no genera incomodidad. Se ha vuelto un acto rutinario, casi invisible.

Pero no lo es. Es una declaración de prioridades. Una señal clara de quién se considera más valioso en la interacción.

El tiempo no es un recurso renovable. No se recupera. Cuando alguien programa una reunión, está invirtiendo confianza. Está asumiendo que la palabra dada tiene peso. Y cuando ese compromiso se rompe sin consideración, no solo se altera una agenda: se erosiona la base del respeto mutuo.

Claro, los imprevistos existen. Pero hay una diferencia abismal entre una emergencia genuina y una mala gestión de prioridades disfrazada de urgencia. Si “algo urgente” interrumpe sistemáticamente los acuerdos previos, el problema no está en lo que ocurre, sino en cómo se organiza la vida profesional.

Peor aún es cuando la cancelación viene acompañada de una justificación vaga y la expectativa implícita de que el otro absorba el costo: que reorganice su día, que espere paciente, que se adapte sin cuestionar. Como si su tiempo fuera maleable, secundario, prescindible.

Esto va más allá de la cortesía. Refleja una cultura laboral que ha dejado de valorar la palabra dada. Donde el “sí” se pronuncia con ligereza y el “no” se evita por comodidad o conveniencia. Donde la puntualidad y la responsabilidad se perciben como rasgos anticuados, en lugar de pilares del trato profesional.

Y aunque no se diga en voz alta, cada cancelación a último minuto deja una huella. Detrás de cada mensaje de disculpa hay alguien que tuvo que ajustar su jornada, posponer tareas importantes o simplemente sentirse invisible. Esa persona no necesariamente responde con enojo, pero sí registra. Registra en su lista mental de con quién vale la pena invertir tiempo… y con quién no.

El respeto no se declara en discursos corporativos. Se demuestra en actos concretos. Y uno de los más claros es cumplir lo pactado, especialmente cuando implica coordinar el tiempo propio con el ajeno.

Así que la próxima vez que surja la tentación de cancelar una reunión cinco minutos antes, conviene preguntarse: ¿esto es realmente urgente, o simplemente incómodo? ¿Se está resolviendo un problema, o transfiriendo desorden?

Porque si la “urgencia” propia siempre pesa más que el tiempo del otro, no se está siendo flexible. Se está actuando con egoísmo. Y, peor aún, se está construyendo una reputación que, tarde o temprano, tendrá consecuencias.

En un entorno donde todos compiten por atención, el recurso más escaso no es el talento, ni la tecnología, ni siquiera el capital. Es el tiempo bien respetado. Y quien lo entiende no solo gana confianza: gana influencia real.

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