No me acordaba pero en un empleo duré exactamente una hora
Hace casi dos décadas, entré a un supermercado con la ilusión de ganar mi primer sueldo. No era un trabajo soñado, ni siquiera un paso hacia algo grande. Era simplemente un trabajo. Mi hermano me lo consiguió. Me afeité, me puse el uniforme, llegué puntual. Saludé al encargado con la esperanza de que fuera alguien con quien pudiera aprender.
No lo fue.
En menos de sesenta minutos, esa persona me dijo algo que no se puede olvidar. No fue un error de cálculo. No fue una mala tarde. Fue una afirmación de poder basada en el miedo. Y en lugar de responder con resignación, le pedí que saliéramos afuera. Le dije que no trabajaría para alguien que se creía superior por el título que llevaba en su pecho. Le dije que no necesitaba su aprobación para sentirme digno. Y sí, lo golpeé. No por debilidad, sino porque en ese momento, mi cuerpo reaccionó antes que mi mente. No fue heroico. No fue inteligente. Pero fue humano.
Nadie me enseñó a hacerlo. Nadie me dijo que era lo correcto. Simplemente supe, en el fondo, que si aceptaba eso, aceptaría mucho más. Y eso no era un trabajo. Era una rendición.
Han pasado muchos años desde entonces. He aprendido a programar. He construido sistemas que ayudan a otros. He enseñado a jóvenes que no tuvieron oportunidades como las que yo nunca tuve. He visto cómo las empresas grandes se enredan en jerarquías que no tienen nada que ver con competencia, y cómo los líderes confunden autoridad con agresión. He visto cómo se premia la obediencia silenciosa y se castiga la pregunta incómoda. Y cada vez que lo veo, recuerdo esa hora.
No estoy glorificando la violencia. No estoy sugiriendo que todos debamos golpear a sus jefes. Estoy diciendo que hay límites que no deben cruzarse, y que muchos los cruzan todos los días, con palabras, con miradas, con silencios cómplices.
El problema no es el jefe grosero. El problema es el sistema que lo permite.
Veo a personas jóvenes que se ríen de chistes ofensivos porque “es el jefe”. Veo a quienes aceptan tareas absurdas porque “así se demuestra lealtad”. Veo a quienes callan cuando se les pide que validen una decisión técnica errónea, solo porque alguien tiene un título que no ganó con conocimiento, sino con tiempo en la empresa.
Y lo peor no es que eso ocurra. Lo peor es que muchos lo crean normal.
En la tecnología, donde la lógica debería ser reina, aún hay quienes creen que el que grita más fuerte tiene más razón. Que el que tiene más contactos en LinkedIn sabe más que el que pasa noches aprendiendo código. Que el que lleva una camiseta de marca y habla de “disruptión” es más valioso que el que soluciona un bug crítico en silencio.
He conocido a líderes que no saben qué es una API, pero que exigen que todos usen la última herramienta de moda. He visto equipos enteros paralizados porque nadie se atreve a decir que el proyecto está mal encaminado. He visto cómo se premia la apariencia sobre el resultado, y cómo se castiga la honestidad con silencios que duran años.
Y sin embargo, seguimos diciendo que queremos innovación. Que queremos talento. Que queremos diversidad.
Pero no queremos la incomodidad que trae. No queremos a quien pregunta por qué. No queremos a quien dice que no. No queremos a quien no se ríe de lo que no es gracioso.
La verdadera liderazgo no se mide por cuántos siguen tus órdenes. Se mide por cuántos se atreven a desafiarte cuando estás equivocado.
En mi camino, he aprendido que el respeto no se exige. Se gana. Y si no se gana, no hay razón para quedarse. No por orgullo. No por rabia. Por coherencia.
No necesito que me digan que soy valiente por haber dejado ese trabajo. Lo que necesito es que entiendan que no es raro que alguien se vaya en una hora. Es raro que alguien se quede.
Porque si tu entorno te exige que te callés para sobrevivir, no es un lugar de trabajo. Es una prisión con wi-fi.
Hoy, cuando enseño a jóvenes que vienen de lugares parecidos al mío, les digo algo simple: Tu valor no se define por tu título, por tu jefe, por tu salario o por cuántos likes tengas en una publicación. Tu valor se define por lo que estás dispuesto a no aceptar.
Si te piden que ignores la ética por un bono, no te quedes.
Si te piden que valides una mentira por lealtad, no te quedes.
Si te piden que te rías de lo que te hace sentir pequeño, no te quedes.
No es una actitud rebelde. Es una actitud profesional.
La industria de la tecnología se jacta de ser disruptiva. Pero sigue copiando modelos obsoletos de poder. Sigue premiando la obediencia por encima del pensamiento crítico. Sigue confundiendo la presencia con la competencia.
Y mientras eso pase, seguirá habiendo personas que entran a un trabajo y salen en una hora. No porque no quieran. Porque no pueden.
No quiero que nadie me imite. Quiero que piense. Quiero que se pregunte: ¿Estoy en un lugar donde puedo crecer? ¿O solo donde puedo aguantar?
Porque al final, el trabajo no es solo un medio para ganar dinero. Es un espacio donde se define quién eres, día a día.
Y si cada día te hace sentir menos, entonces no es tu trabajo. Es tu prisión.
Y no hay herramienta de inteligencia artificial, ni curso de liderazgo, ni certificación de moda que reemplace el derecho básico de ser tratado con dignidad.
No me acordaba. Pero lo recuerdo ahora, con claridad.
No fue un error.
Fue mi primera decisión correcta.
#RespetoNoEsOpción #TrabajoConDignidad #TecnologíaSinJerarquías #AprenderEsRebelión #NoEsSoloUnTrabajo #ValorNoEsTítulo #ProgramarNoEsAceptarTodo #LiderazgoRealNoAsusta #EducaciónSigueSiendoLibertad #20AñosDespuésSigoAprendiendo
Deja tu comentario
Su dirección de correo electrónico no será publicada.
0 Comentarios