En las oficinas de medio mundo, sucede todos los días algo que pocos se atreven a nombrar: líderes que exigen resultados sin haber definido qué es un “buen resultado”. Piden “innovación” sin especificar límites, “agilidad” sin aclarar prioridades, o “compromiso” sin explicar a qué exactamente se debe comprometer uno. Y luego, con la misma naturalidad con la que se pide un café, cuestionan por qué el equipo “no entiende la visión”.

Aquí no hay magia ni telepatía. Hay una negligencia disfrazada de liderazgo.

Frederick Taylor, allá por el siglo XIX, ya advertía que para que un sistema funcione, las reglas deben estar por escrito. No como sugerencia, sino como condición básica de operación. No se trataba de burocracia innecesaria, sino de respeto. Claridad como forma de dignidad: si te pido algo, al menos debo tomarme el trabajo de explicarlo con precisión. Porque si no lo hago, lo que obtenga no será un reflejo de tu incapacidad, sino de mi vaguedad.

Y sin embargo, hoy en día, en nombre de la “flexibilidad” o la “cultura ágil”, muchas organizaciones han normalizado la ambigüedad como método de gestión. Se espera que los equipos adivinen, intuyan, se alineen espontáneamente con una brújula que jamás se les ha mostrado. Peor aún: cuando fallan en ese acto de adivinación, se les culpa por “falta de proactividad” o “baja alineación cultural”.

¿Desde cuándo entender lo que otro piensa sin que lo diga se convirtió en una competencia profesional?

La ironía es que muchos de esos mismos líderes exigen métricas, entregas puntuales, revisiones de rendimiento rigurosas… pero no son capaces de escribir un objetivo claro en menos de tres párrafos. Entonces, ¿cómo se mide el éxito? Por la sonrisa del jefe. Por la intuición del gerente. Por el “feeling” de la semana. Y como eso cambia con el humor, el estrés o el último correo del director, el equipo termina navegando en arenas movedizas.

Esto no es liderazgo. Es delegación de la responsabilidad del pensamiento.

En programación, si una función no recibe los parámetros correctos, falla. Nadie culpa a la función por no “entender el espíritu” del código. Se revisa la entrada, se corrige, se documenta. Pero en el mundo corporativo, en cambio, se culpa al equipo por no “captar la esencia” de una orden dicha al pasar, en una reunión de zoom con micrófono apagado.

Peor aún: esto genera un ambiente donde el miedo sustituye a la claridad. Los empleados dejan de preguntar por temor a parecer lentos o poco alineados. Prefieren ejecutar mal algo a admitir que no entendieron. Y así, en lugar de construir, repetimos errores disfrazados de iniciativas.

Algunos dirán que en entornos dinámicos no hay tiempo para tanta formalidad. Que hay que moverse rápido. Pero la velocidad sin dirección no es agilidad; es caos con reloj. Y el caos, a la larga, siempre cuesta más que la claridad.

La verdadera eficiencia no está en hacer más cosas, sino en hacer las cosas correctas. Y para eso, alguien —generalmente quien tiene la autoridad— debe tomarse el tiempo de definir qué es “lo correcto”. No con metáforas inspiradoras, sino con instrucciones accionables, con criterios de éxito medibles, con límites explícitos.

No se trata de volver a los manuales de 200 páginas de los años 90. Se trata de recuperar el sentido común: si esperas algo de alguien, dilo con claridad. Si cambia, comunícalo. Si no sabes qué quieres, no lo delegues: refléxalo tú primero.

Porque al final del día, la responsabilidad de la confusión no recae en quien ejecuta, sino en quien ordena sin precisión. Y si seguimos premiando a quienes hablan en círculos mientras castigamos a quienes piden claridad, no construiremos empresas más ágiles, sino más tóxicas.

La próxima vez que alguien te diga “ya sabes lo que hay que hacer”, pregúntate si en realidad lo sabes… o si solo estás adivinando para sobrevivir.

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