Cuando el consultor solo se sienta a esperar instrucciones

Hay un tipo de consultor que no llega para transformar. Llega para cumplir. No para cuestionar. No para mejorar. Llega porque fue contratado para estar presente, no para ser útil. Y lo peor no es que haga mal su trabajo. Lo peor es que nadie se da cuenta de que no está haciendo nada.

Se contrata a un consultor con el supuesto de que traerá una mirada externa, un enfoque fresco, una capacidad de diagnóstico que el equipo interno ya no tiene. Se asume que alguien con experiencia en otros contextos verá lo que los que viven dentro del sistema ya no pueden ver. Pero en muchos casos, lo que se recibe no es una propuesta. Es una solicitud de instrucciones.

Este consultor llega con un portátil, una carpeta vacía y una actitud de espera. No pregunta por los desafíos reales. No busca entender las tensiones ocultas. No analiza los procesos desde afuera. Solo pregunta: ¿qué necesitan que haga? ¿Dónde está el plan? ¿Quién me dice qué hacer?

Y cuando se le sugiere que podría proponer algo, que podría sugerir una forma distinta de abordar el problema, su respuesta es silenciosa. O con una sonrisa educada: “Bueno, no soy el que contrató el proyecto. No quiero asumir responsabilidades que no son mías.”

Eso no es consultoría. Eso es soporte. Eso es desidia disfrazada de profesionalismo. Eso es una empresa pagando por la presencia física de alguien que no aporta pensamiento, solo cumplimiento.

La consultoría no es una tarea asignada. Es un compromiso con la mejora. Es una responsabilidad ética. Si se contrata a alguien para que observe, analice y recomiende, entonces ese alguien tiene la obligación de observar con profundidad, analizar con rigor y recomendar con valentía. No con miedo. No con excusas. No con la frase más peligrosa de todas: “No es mi rol.”

¿Cuántas veces hemos visto a un consultor sentado en una reunión, con las manos cruzadas, mientras el equipo interno se desgasta intentando explicar lo que ya sabe que no funciona? ¿Cuántas veces ha habido una oportunidad real de cambio, y el consultor solo repitió lo que ya se decía en la sala, como si su presencia fuera un simple acto de formalidad?

La industria ha normalizado esta pasividad. Se ha convertido en un estándar aceptado: el consultor como figura decorativa. No como agente de cambio. No como catalizador. Solo como un nombre en el informe final que justifica el gasto.

Y lo más triste es que esta actitud se replica en todas las capas. El consultor espera instrucciones porque su contrato le dice que debe esperar. El cliente espera que el consultor resuelva todo sin esfuerzo propio. La organización espera que la solución venga de afuera, sin cuestionar sus propias fallas. Y así, todos colaboran en la creación de una ilusión: la de que el cambio es algo que se compra, no algo que se construye.

Pero el cambio no se entrega en una caja. No se instala como un software. No se activa con un clic. El cambio requiere coraje. Requiere curiosidad. Requiere que alguien se atreva a decir: “Esto no funciona así. Y aquí hay una forma mejor.”

Un buen consultor no necesita que le digan qué hacer. Ya lo sabe. Y si no lo sabe, pregunta. Y si no pregunta, no es consultor. Es un reemplazo temporal.

Hay una diferencia enorme entre alguien que resuelve lo que se le pide y alguien que redefine lo que se debería pedir. El primero es un operario. El segundo es un líder técnico. Y en un mundo donde la complejidad crece exponencialmente, lo que más falta no son ejecutores. Son pensadores.

Y sin embargo, en muchos entornos, el pensamiento se castiga. Se lo etiqueta como “sobrepasado”. Se lo acusa de “no entender los límites”. Se lo reprueba por “no seguir el guion”. Y así, el consultor que intenta ir más allá se convierte en el problema. Mientras que el que se queda quieto, cumple, y no molesta, se convierte en el modelo a seguir.

Esto no es solo un problema de ética profesional. Es un problema de economía. Es un problema de futuro. Porque cuando las organizaciones pagan por la ausencia de pensamiento, están pagando por su propia estancación. Están invirtiendo en la repetición, no en la innovación. Están eligiendo la seguridad del ritual sobre el riesgo del progreso.

Y lo más peligroso es que este modelo se enseña. Se transmite. Se normaliza. Los jóvenes que entran al mundo laboral ven a estos consultores y aprenden que el éxito no está en la capacidad de proponer, sino en la habilidad de no equivocarse. Que lo importante no es el impacto, sino la ausencia de quejas. Que lo valioso no es la iniciativa, sino la obediencia.

Y así, una generación entera aprende que su valor no está en lo que puede aportar, sino en lo que no hace.

Pero el mercado ya no recompensa la obediencia. El mercado recompensa la capacidad de anticipar. De conectar lo desconectado. De ver lo que otros no ven. De decir lo que nadie quiere escuchar. De actuar cuando nadie se atreve.

Si eres consultor y esperas instrucciones, estás en el lugar equivocado. Si eres gerente y contratas a alguien para que espere, estás en el lugar equivocado. Si eres organización y crees que el cambio viene en un informe de 20 páginas lleno de frases genéricas, estás en el lugar equivocado.

El verdadero valor no está en lo que se hace cuando se te dice. Está en lo que se hace cuando nadie te dice nada.

La consultoría no es un servicio de mantenimiento. Es un acto de liderazgo. Y si no lo entiendes, no deberías estar en él.

No necesitas más herramientas. No necesitas más metodologías. Necesitas personas que se atrevan a pensar, incluso cuando no les piden que lo hagan.

Porque en un mundo que cambia cada día, el mayor riesgo no es equivocarse. Es quedarse quieto.

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