Cuando el Derecho Ahoga al Deber: El Alto Precio de Normalizar la Toma

En los últimos meses, Chile ha reabierto un debate tan antiguo como incómodo: qué hacer cuando el derecho a la vivienda choca contra la propiedad privada. Frente a la creciente presión social, algunas voces proponen una solución que suena generosa a primera vista: expropiar terrenos ocupados ilegalmente para regularizar la situación de quienes los habitan. Pero detrás de esa propuesta bienintencionada se esconde una lógica peligrosa que, si se institucionaliza, puede transformar la excepción en regla y la necesidad en negocio.

Antes que nada, esto no es una cuestión de izquierda o derecha. No se trata de alinearse con un color político, sino de defender un principio básico de convivencia: que ningún derecho colectivo puede construirse sobre la negación sistemática de otro. La vivienda digna es un objetivo legítimo y urgente. Pero cuando el camino para conseguirla se convierte en la invasión, la apropiación forzada y la posterior validación estatal de esa acción, estamos cruzando una línea que no debió cruzarse.

El riesgo no es teórico. Basta observar lo que ocurre en las tomas para ver que, más allá de la narrativa de la emergencia habitacional, existen dinámicas profundamente perversas. No son pocas las veces en que quienes aparecen como “víctimas del sistema” terminan siendo actores en una red de intereses que nada tiene que ver con la pobreza. Se han documentado casos en que individuos poseen múltiples casas dentro de una misma toma, que se levantan estructuras comerciales sin permisos —minimarkets, talleres, incluso antros—, y que hay redes organizadas que se dedican a coordinar ocupaciones con fines de lucro. ¿Dónde está la justicia cuando se expropia un terreno a un pequeño propietario, mientras quien invade acumula activos sin haber cumplido con ninguna de las obligaciones que el resto de la sociedad sí asume?

Y aquí viene lo más delicado: al avalar estas acciones con medidas legales, no solamente se legitima la violación de un derecho fundamental, sino que se crea un incentivo estructural para que más personas recurran a la toma como estrategia. No por necesidad, sino por oportunidad. Porque si el Estado dice que quien ocupa ilegalmente un terreno terminará obteniéndolo, ¿por qué esperar en una lista de subsidio? ¿Por qué ahorrar? ¿Por qué respetar las reglas si se puede saltarlas y aun así ser recompensado?

Esta no es una alerta teórica. En otros países ya hemos visto cómo la apertura de una válvula de escape bienintencionada termina convertida en una autopista de abuso. Piensen en Perú: hace décadas, se creó un mecanismo constitucional para destituir a un presidente en caso de incapacidad moral. Suena razonable. Pero ese mismo mecanismo, por su vaguedad y su uso oportunista, se volvió una herramienta de chantaje político. Hoy, ningún mandatario peruano completa su periodo no porque sea incompetente, sino porque el Congreso ha aprendido que puede usar esa figura como moneda de cambio. El remedio se convirtió en la enfermedad.

Chile podría estar a un paso de cometer un error similar. Si se normaliza la expropiación de terrenos tomados, no solo se mina la confianza en la propiedad privada —uno de los cimientos del Estado de derecho—, sino que se envía el mensaje de que la ley se aplica de forma selectiva: con indulgencia para quienes irrumpen y con rigor para quienes respetan. Eso socava la cohesión social más que cualquier déficit habitacional.

Empatizo profundamente con quienes viven en condiciones indignas. He caminado por barrios donde el agua no llega todos los días, donde los niños juegan entre escombros y cables pelados. Pero la solución no puede ser sacrificar los principios que mantienen a una sociedad mínimamente funcional. Si queremos justicia, empecemos por depurar las tomas: identificar quiénes realmente necesitan una casa, y quiénes la están usando como moneda de cambio. Si queremos resolver la crisis habitacional, fortalezcamos los subsidios, agilicemos los trámites, y castiguemos a quienes especulan con la tierra. Pero no convertamos la invasión en un mérito.

El Estado no puede premiar la transgresión. Porque una vez que eso ocurre, ya no hay vuelta atrás. La caja de Pandora no se cierra con buenas intenciones. Se abre con decisiones que, al confundir el derecho humano con la arbitrariedad civil, terminan erosionando la base misma de la convivencia democrática.

Al final del día, no se trata de negar derechos, sino de no desconocer deberes. Porque un país no se construye solo con lo que reclamamos, sino con lo que estamos dispuestos a respetar.

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