Cuando trabajas con dineros que no son tuyos

Hace algunos años, en una reunión que nunca olvidé, escuché decir:
“Tenemos que justificar los 250 mil dólares que nos asignan cada año. Si no lo hacemos, nos lo quitarán. Así que hagamos cualquier proyecto. Lo que sea. Lo importante es mostrar delivery.”

No fue un grito. No fue un discurso apasionado. Fue una declaración fría, casi mecánica, como si se estuviera leyendo una instrucción de un manual de contabilidad. Nadie se levantó. Nadie preguntó. Nadie dudó. Solo asintieron. Y yo me fui.

No di ninguna explicación. No escribí un correo de despedida con argumentos filosóficos. No mencioné ética, ni integridad, ni el valor del trabajo bien hecho. Lo hice por respeto. Porque no es mi lugar juzgar cómo otros deciden usar los recursos que les confían. Pero tampoco pude seguir siendo parte de un sistema donde el resultado se mide en actas de entrega, no en impacto real.

En las grandes organizaciones, a veces el propósito se convierte en un KPI. El aprendizaje, en una actividad de cumplimiento. La innovación, en un informe mensual. Y la tecnología, en un adorno decorativo para justificar presupuestos.

No es que no entienda la presión. Sé que los recursos son limitados. Sé que los líderes deben rendir cuentas. Pero cuando la cuenta se vuelve más importante que la causa, cuando lo que importa es que algo se haga —no que sea bueno, útil o ético—, entonces algo se rompe. Y no se arregla con más reuniones, más herramientas o más informes.

He visto cómo empresas con presupuestos millonarios contratan a los últimos modelos de inteligencia artificial, no porque los necesiten, sino porque suena bien en el slide final. No porque resuelvan un problema real, sino porque el jefe quiere decir en la próxima reunión con la alta dirección: “Estamos innovando”.

Y mientras tanto, los ingenieros que saben cómo construir sistemas robustos, escalables, sostenibles, se ven obligados a dedicar semanas a montar un chatbot que responde preguntas que nadie hace, o a integrar una API de visión por computadora que detecta si alguien está sonriendo en una foto de un evento corporativo.

¿Es esto progreso? ¿O es teatro administrativo disfrazado de transformación digital?

He trabajado en startups donde cada dólar contaba. Donde no había espacio para el ruido. Donde si algo no generaba valor, se dejaba de hacer. Y ahí aprendí que la verdadera eficiencia no está en hacer más cosas, sino en hacer bien lo que realmente importa.

En cambio, en esos entornos donde el delivery es el único métrico, se cultiva una cultura de apariencias. Se premia la capacidad de vender una idea, no de construirla. Se valora más la habilidad de presentar un proyecto con gráficos coloridos que la de resolver un bug crítico que lleva semanas sin atenderse.

Y lo peor no es que esto ocurra. Lo peor es que se normalice.

Los jóvenes que entran hoy a la industria creen que este es el estándar. Que la carrera profesional se mide en cuántas herramientas de moda has usado, no en cuántos problemas has resuelto. Que tu valor se define por el número de proyectos que has “entregado”, no por la calidad del impacto que dejaste.

Y cuando esos mismos jóvenes, con su energía y su idealismo, se encuentran con que lo que se espera de ellos es hacer algo —cualquier cosa— para cumplir con un presupuesto, empiezan a desilusionarse. No por falta de talento. No por falta de esfuerzo. Sino porque descubren que el sistema no está diseñado para honrar el mérito. Está diseñado para honrar la apariencia.

No estoy diciendo que las empresas grandes sean malas. Ni que los líderes sean malintencionados. Muchos de ellos están atrapados en sistemas que no diseñaron, pero que deben hacer funcionar. Y a veces, la única forma de sobrevivir es jugar el juego.

Pero si nadie se atreve a cuestionar el juego, si nadie pregunta: ¿Por qué hacemos esto? ¿Para quién? ¿Con qué propósito? —entonces el sistema se vuelve una máquina de autojustificación.

Y eso es lo que me llevó a irme.

No por un grito de rebeldía. No por una declaración de principios. Sino porque ya no podía fingir que lo que estaba haciendo tenía sentido.

Hoy, cuando alguien me pregunta por qué dejé ese trabajo, respondo: “Era hora de buscar otro lugar donde el código importara más que el PowerPoint”.

Y sí, sigo programando. Sigo aprendiendo. Sigo invirtiendo cada centavo extra en cursos, en herramientas, en experimentar con modelos de lenguaje y sistemas de visión por computadora. No porque sea tendencia. No porque me lo pida el mercado. Sino porque creo que el conocimiento técnico, bien aplicado, puede cambiar cosas reales. Puede mejorar procesos. Puede dar acceso. Puede empoderar.

No necesito que me paguen por hacer algo que suene bien en una reunión. Necesito que me paguen por hacer algo que funcione.

Y si eso significa que debo trabajar en una startup pequeña, en un equipo que no tiene nombre, o incluso en mi propio proyecto, lo haré. Porque prefiero construir algo que tenga sentido, aunque nadie lo vea, que participar en una obra de teatro que todos aplauden, aunque sea falsa.

La tecnología no es un espectáculo. Es una herramienta. Y como toda herramienta, su valor no está en cuán brillante o moderna se ve, sino en lo que permite hacer.

Hoy, más que nunca, necesitamos profesionales que sepan construir, no solo presentar. Que entiendan que la innovación no nace de un presupuesto asignado, sino de una necesidad real. Que sepan que la responsabilidad no se mide en entregables, sino en consecuencias.

No es cuestión de ideología. Es cuestión de sentido común.

Y si eso hoy suena raro, tal vez sea porque ya nos acostumbramos a que lo raro sea lo normal.

#ProgramaciónConPropósito #TecnologíaQueImporta #NoEsSoloDelivery #AprendizajeContinuo #WebMasterPorElección #InnovaciónReal #ValoresSobreKPIs #EducaciónComoInversión #ElCódigoHablaPorSíMismo #2026EnIngles

Deja tu comentario

Su dirección de correo electrónico no será publicada.

0 Comentarios

Suscríbete

Sígueme