¿Cuántos millones se necesitan para instalar una ampolleta?

En la industria tecnológica —y en muchas otras— circula una vieja broma: “¿Cuántos ingenieros se necesitan para cambiar una ampolleta? Solo uno, si se le deja trabajar”. Pero en la realidad, ese sencillo acto de reemplazar una pieza defectuosa por una funcional suele convertirse en un entramado burocrático que involucra reuniones, stakeholders, alineamiento de objetivos, revisión de OKRs y, en algunos casos, incluso un comité de cambio.

¿Por qué? Porque, curiosamente, en muchas organizaciones ya no se busca solucionar problemas, sino justificar la existencia de estructuras. Y eso tiene un costo, no solo financiero, sino de velocidad, calidad y moral del equipo.

Contratar talento es una de las decisiones más estratégicas que puede tomar una empresa. Pero cuando las contrataciones responden más a presiones internas, compromisos políticos o la necesidad de “quemar presupuesto” antes de que se lo recorten al año siguiente, el talento deja de ser una ventaja competitiva y se convierte en lastre.

Muchos equipos técnicos saben de lo que hablo. Han visto llegar a roles duplicados, con funciones vagas o simplemente redundantes. Personas que, lejos de sumar valor, complican los procesos, diluyen responsabilidades y generan cuellos de botella donde antes había fluidez. No porque sean malas personas, sino porque su rol no responde a una necesidad real, sino a una necesidad administrativa.

Peor aún: cuando el presupuesto está atado al número de cabezas, surge una perversa lógica: si no contratamos este año, el año que viene nos darán menos recursos. Entonces, se contrata no para resolver, sino para preservar. Y así, lo que debería ser un motor de innovación se convierte en una maquinaria de autopreservación.

El resultado es un ecosistema donde los que sí producen —los que escriben código, resuelven bugs, diseñan arquitecturas o atienden usuarios— terminan sobrecargados, no por la complejidad del trabajo, sino por la complejidad artificial que se ha construido a su alrededor. Reuniones innecesarias, aprobaciones en cascada, documentos justificativos, presentaciones de status que nadie lee… todo eso consume tiempo, energía y foco.

Y mientras tanto, la ampolleta sigue fundida.

Lo más irónico es que, en muchos casos, la gente que realmente puede cambiar esa ampolleta —el especialista, el ingeniero, el operario— ni siquiera tiene acceso directo al sistema de iluminación. Porque ahora hay que pasar por el gestor de activos físicos, coordinar con el área de sostenibilidad, alinear con el roadmap de infraestructura y, por supuesto, esperar a que el proveedor autorizado esté disponible en tres semanas.

Todo esto suena exagerado, pero no lo es. Es una metáfora demasiado cercana a la experiencia diaria de miles de profesionales que ven cómo se diluye su impacto en medio de estructuras infladas.

Esto también tiene consecuencias culturales. Cuando el esfuerzo real no es valorado, sino que lo que importa es el volumen de reuniones o la visibilidad en PowerPoint, se desincentiva la excelencia técnica. Se premia la apariencia de trabajo, no el trabajo en sí. Y eso erosiona la confianza, la motivación y, eventualmente, la calidad del producto.

No se trata de demonizar la gestión ni los roles no técnicos. De hecho, una buena coordinación, una comunicación clara y una estrategia bien alineada son esenciales. Pero hay una diferencia abismal entre roles que facilitan el trabajo y roles que existen solo porque “siempre han estado ahí” o porque “el jefe de otro piso pidió un puesto”.

La pregunta que deberíamos hacernos no es cuánta gente tenemos, sino cuánta gente necesitamos de verdad. Y si no sabemos responderla con claridad, tal vez ya estemos pagando por sombras.

En un mundo donde la agilidad, la adaptación y la eficiencia definen quién sobrevive, cargar con estructuras innecesarias es un lujo que muy pocas empresas pueden permitirse. Y sin embargo, muchas lo hacen. No por estrategia, sino por inercia. No por visión, sino por miedo.

Miedo a perder presupuesto. Miedo a parecer pequeños. Miedo a reconocer que, a veces, menos es más.

Así que la próxima vez que veas una decisión de contratación que no entiendes, pregúntate: ¿esto resuelve un problema real o solo mantiene un equilibrio de poder? Porque si la respuesta es la segunda, prepárate: la ampolleta seguirá apagada, y cada vez habrá más gente mirándola sin atreverse a tocarla.

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