El arte de hacerse el ocupado mientras otros cargan el proyecto

En el ecosistema profesional actual, existe un fenómeno creciente, silencioso y profundamente arraigado: la normalización de la ausencia productiva. No me refiero a quienes están ausentes físicamente, sino a los que están presentes en cuerpo, pero ausentes en responsabilidad. Son los que firman en cada reunión, asienten con la cabeza en cada briefing y, sin embargo, desaparecen cuando toca entregar resultados.

Lo más perturbador no es su falta de contribución, sino la naturalidad con la que se ha convertido en una dinámica aceptada. Se ha normalizado que algunos miembros de un equipo esperen a que otros hagan el trabajo difícil, complejo, técnico o creativo, para luego reaparecer en la etapa final, como si su presencia en la entrega fuera sinónimo de participación real.

Y lo que duele no es solo la carga desigual: es el silencio cómplice de quienes podrían decir algo y no lo hacen. Porque en muchos entornos, cuestionar esta dinámica se percibe como falta de espíritu de equipo, como egoísmo o como incapacidad para “manejar la diversidad de estilos de trabajo”. Pero no se trata de estilos. Se trata de responsabilidad.

He llegado a un punto en el que me cuesta entender por qué, en pleno siglo XXI, con acceso a herramientas de gestión, marcos ágiles, metodologías claras y roles bien definidos, seguimos perdonando sistemáticamente la falta de compromiso. ¿Acaso el simple hecho de estar contratado ya es mérito suficiente? ¿Es suficiente con enviar un mensaje de “voy a ver eso” y luego no hacer absolutamente nada?

Peor aún es cuando esa pasividad se recompensa. Cuando, en la presentación ante el cliente o en la revisión con gerencia, se menciona a todos por igual, diluyendo la contribución real bajo el velo del “trabajo en equipo”. Así, el esfuerzo del que madrugó, investigó, ensayó, corrigió y terminó a las 2 a.m. se equipara al del que respondió un “ok” en Slack y luego desapareció del mapa.

Esto no es solo injusto: es tóxico. Porque mina la motivación, erosiona la confianza y genera un entorno en el que la excelencia se castiga con más responsabilidades, mientras la mediocridad se recompensa con tranquilidad. Con el tiempo, los que sí aportan comienzan a cuestionar por qué hacen más de lo que les corresponde, y los que no aportan aprenden que pueden seguir sin hacerlo.

Y aunque suene duro, esto no es un problema de capacidad. Es un problema de voluntad. Porque cuando alguien tiene un incentivo real —un plazo personal, una meta con consecuencias claras, una evaluación que afecta su sueldo o su continuidad— de repente descubre la capacidad de entregar. Entonces, si pueden cuando quieren, ¿por qué esperan a que otros carguen con la presión hasta que se les exija?

No se trata de exigir perfección, ni de negar que todos tenemos días malos o momentos de baja productividad. Pero sí se trata de exigir consistencia, respeto y, sobre todo, reciprocidad. Porque trabajar en equipo no debería significar que unos hagan y otros firmen.

Tampoco se trata de culpar, sino de cuestionar un sistema que permite y, en muchos casos, premia la pasividad estratégica. ¿Cuántos ascensos se han dado a quienes son buenos para hablar en reuniones, pero invisibles en la ejecución? ¿Cuántas evaluaciones de desempeño ignoran el aporte real porque “nadie se quejó”?

El liderazgo tiene una responsabilidad ineludible aquí. No se trata solo de delegar, sino de asegurar que esa delegación no se convierta en una transferencia unilateral de esfuerzo. Un buen líder no debe contentarse con que el trabajo se haga; debe asegurarse de que se haga de forma justa, transparente y colaborativa de verdad.

Y para quienes trabajamos en entornos técnicos, creativos o de alta exigencia —donde el talento y la entrega marcan la diferencia—, esta dinámica no es solo frustrante: es un freno al progreso. Porque mientras unos construyen, otros aprenden a navegar en la ambigüedad. Y con el tiempo, quienes construyen se cansan.

No me gusta andar detrás de las personas para que hagan su trabajo. Porque si alguien necesita que le recuerden constantemente sus responsabilidades, tal vez no está en el lugar correcto. O tal vez, simplemente, ha aprendido que puede no hacerlo… y que nadie lo va a cuestionar.

Al final del día, la profesionalidad no se mide por cuántas reuniones asistes, cuántos correos envías o cuántas veces dices “estoy en eso”. Se mide por lo que entregas, por cómo lo entregas y por quién tuvo que cargar el peso real del camino hasta allí.

Y si tu nombre aparece en un logro colectivo del que no fuiste parte activa… tal vez lo que realmente estás construyendo no es una carrera, sino una ilusión.

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