Es muy difícil estar desempleado, el silencio incómodo del mercado que nadie quiere nombrar
Hace apenas algunos días, mientras revisaba mi feed de LinkedIn, me detuve en un video que rompe con todo lo que solemos publicar aquí: perfiles pulidos, logros anunciados con orgullo, ascensos, certificaciones, metas cumplidas. Este video era distinto. Un ingeniero —con más de una década de experiencia, posgrado incluido— contaba con voz firme pero cansada que lleva más de dos años sin empleo formal. No pidió lástima. Solo contó su historia. Y en ese relato, hay algo que debería hacernos reflexionar a todos los que creemos que el esfuerzo individual siempre garantiza recompensa.
Dijo que ha tenido que trabajar en construcción para mantener a su familia. Que carga deudas acumuladas no por derroche, sino por la simple imposibilidad de encontrar una oportunidad acorde a su formación. Que envió miles de currículos, asistió a entrevistas interminables, incluso aceptó salarios por debajo de su nivel técnico. Nada funcionó.
Aquí está el problema: vivimos en una era donde se alaba constantemente la meritocracia. “Si te preparas, triunfas”. “El talento siempre encuentra espacio”. Frases vacías que repiten coaches, reclutadores y líderes corporativos, mientras gente altamente capacitada lucha por pagar el alquiler.
Pero basta mirar los hechos. En América Latina, según datos del BID, más del 30% de los profesionales trabaja en empleos no calificados. En España, cerca del 25% de los ingenieros están subempleados. Y en México, más de la mitad de los egresados universitarios no consiguen trabajo en su área en los primeros cinco años. ¿Casualidad? No. Es un patrón.
Tomemos dos ejemplos concretos.
Primero: una amiga médica especialista en neurología pediátrica, quien tras mudarse por motivos familiares, ha enviado más de 400 solicitudes en los últimos 18 meses. Ha sido rechazada sistemáticamente por “falta de experiencia local”, aunque haya trabajado en hospitales de prestigio internacional. Mientras tanto, da clases particulares de inglés para sobrevivir. Su título, su conocimiento, su vocación: invisibles para el sistema.
Segundo: un desarrollador de software con experiencia en inteligencia artificial, que fue despedido durante una reestructuración empresarial. A pesar de tener proyectos reconocidos en GitHub, dominio de múltiples lenguajes y recomendaciones sólidas, lleva año y medio sin contrato estable. Lo que más duele: en tres entrevistas recientes, le dijeron que “era demasiado calificado” para el puesto. Traducción no dicha: “No queremos pagar lo que mereces, ni arriesgarnos a que te vayas pronto”.
Esto no es solo mala suerte. Es un sistema que valora más la disponibilidad inmediata que la profundidad del conocimiento, más la juventud extrema que la experiencia consolidada, más el perfil “adaptable” que el profesional comprometido con su oficio.
Y mientras las empresas anuncian planes de diversidad, sostenibilidad e innovación, omiten hablar del costo humano de sus decisiones de contratación: la precarización del talento, la sobreoferta de perfiles, la automatización de procesos de selección que eliminan personas antes de que alguien lea siquiera su nombre.
No se trata de generar lástima. Se trata de cuestionar una narrativa que culpabiliza al individuo cuando el problema es estructural. Porque no, no es normal que alguien con décadas de formación termine excluido del sistema productivo. No es normal que el esfuerzo no tenga correlato con oportunidad.
Y si seguimos fingiendo que sí, entonces este no será un espacio de crecimiento profesional, sino un escaparate de privilegios disfrazados de mérito.
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