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No me gusta figurar, prefiero que mi trabajo sea mi carta de presentación, tanto para bien como para mal

Hoy me atrevo a decir algo que muchos piensan pero pocos se animan a escribir: el personal branding está sobredimensionado.

Sí, leíste bien. En un mundo donde todos parecen tener un micrófono, un fondo iluminado y una frase motivacional diaria, me niego a convertir mi vida profesional en un show constante. No me gusta figurar. Prefiero que mi trabajo sea mi carta de presentación, tanto para bien como para mal.

No necesito contar cada reunión, cada logro o cada café con alguien influyente para demostrar que estoy haciendo algo valioso. No necesito decir que “construyo mi marca” mientras comparto frases hechas con gráficos de Canva. Lo que hago, lo hago en silencio. Con esfuerzo. Con errores. Con resultados.

Y sí, lo sé. Muchos dirán que en la era digital hay que ser visible, que si no estás en línea, no existes. Pero ¿a qué costo? A veces siento que estamos confundiendo protagonismo con impacto. Que estamos midiendo el valor profesional por likes, no por resultados reales.

No estoy en contra de compartir conocimiento ni de conectar. Al contrario. Pero cuando el contenido se vuelve más importante que el contenido del trabajo, algo falla.

Prefiero que un cliente me recomiende por resolver un problema complejo, no porque publiqué un hilo de 10 tuits sobre liderazgo. Prefiero que un colega me busque porque vio el impacto de un proyecto, no porque tengo un perfil con frases de efecto.

Este no es un ataque al que sí hace personal branding. Es una defensa del que elige trabajar sin ruido. Del que cree que la consistencia silenciosa también cuenta. Del que no necesita validación diaria para saber que va por buen camino.

Hoy decido seguir así. Trabajar duro, callar cuando toca, entregar valor sin anunciarlo. Y si eso no es “tendencia”, mejor. Las tendencias pasan. El trabajo bien hecho, no.

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