¿Votamos con la cabeza o con el miedo?

En Chile, ayer se definió una elección presidencial en segunda vuelta. No fue una celebración de ideas, ni un triunfo de propuestas bien estructuradas. Fue, más bien, una derrota colectiva disfrazada de victoria.

El candidato electo no ganó por convicción, sino por rechazo. No fue elegido por lo que ofrecía, sino por el pánico a lo que representaba su contrincante. Y lo más inquietante no es quién ganó, sino cómo llegamos a este punto: con dos opciones que, en el fondo, dejaban a la ciudadanía con la sensación de estar eligiendo entre dos males menores, sin siquiera tener la certeza de cuál era, en realidad, el menor.

Hoy en día, muchas personas votan no por lo que saben, sino por lo que sienten. No revisan programas, no contrastan datos, no buscan antecedentes. Se dejan llevar por el tono de una entrevista, por una sonrisa bien ensayada, por un discurso que suena emotivo pero carece de sustancia.

La política chilena ha mutado en un espectáculo mediático donde la forma pesa más que el fondo. Donde se juzga más al que grita que al que propone, y donde las redes sociales deciden más que los foros ciudadanos. La gente cree cualquier cosa con tal de que esté bien contada. Y los políticos lo saben. Por eso invierten millones en marketing y centavos en política pública real.

Me preocupa que, en este contexto, el voto se haya convertido en una especie de reflejo condicionado. Uno no elige a quien cree que va a gobernar mejor, sino a quien considera menos peligroso. Eso no es democracia; es desesperación disfrazada de participación.

Y si miramos más allá del Palacio de La Moneda, la situación no mejora. En el Congreso, sesiones se suspenden porque parlamentarios prefieren protagonismo mediático antes que acuerdos legislativos. En las municipalidades, mientras la delincuencia crece sin control, los alcaldes se dedican a competir por quién tiene el árbol de Navidad más grande, más luminoso, más caro. Como si la seguridad de un barrio se midiera en luces LED y no en patrullajes efectivos o políticas sociales reales.

¿Dónde quedó la exigencia ciudadana? ¿Desde cuándo aceptamos que nuestros representantes hagan lo mínimo y celebremos como si fuera un logro extraordinario? La indiferencia se ha normalizado. La mediocridad se ha institucionalizado. Y la mayoría, en vez de cuestionar, se conforma con esperar cuatro años más para repetir el mismo ciclo.

Peor aún: cada vez menos personas se informan. La lectura crítica ha sido reemplazada por el video de 15 segundos que resume “la postura del candidato”. Pero un resumen no reemplaza el análisis. Un meme no sustituye la responsabilidad de entender las implicancias reales de una reforma tributaria, de una política de seguridad o de un tratado internacional.

Estamos en una era donde la desinformación se disfraza de opinión, y la opinión se vende como conocimiento. Y como sociedad, hemos dejado de distinguir entre ambas. Por eso, cualquier mensaje que suene contundente, aunque carezca de base, encuentra eco. Porque no exigimos coherencia, solo contundencia. No pedimos soluciones, solo promesas.

No es casualidad que, en este escenario, los proyectos estructurales languidezcan mientras crecen los discursos populistas. No es casualidad que, en momentos de crisis real, surjan figuras que ofrecen respuestas simples a problemas complejos. Porque la complejidad asusta, y la simplicidad vende. Aunque engañe.

Chile necesita recuperar la capacidad de pensar. No de opinar, sino de analizar. No de reaccionar, sino de evaluar. Necesitamos ciudadanos que exijan transparencia, que lean más allá del titular, que cuestionen a todos los bandos, no solo al que les desagrada. Porque un voto mal informado no es neutral: tiene consecuencias reales en la educación de los niños, en la salud de los ancianos, en la seguridad de nuestras calles.

No se trata de culpar a los políticos solos. Ellos son, en gran medida, un reflejo de lo que permitimos. Si aceptamos mediocridad, obtendremos mediocridad. Si premiamos la forma sobre el fondo, seguiremos teniendo campañas vacías y gobiernos sin brújula. Si seguimos votando por miedo en lugar de por convicción, no tendremos líderes, sino sobrevivientes del rechazo ajeno.

El problema no está solo en quién ganó. El problema está en cómo llegamos a creer que esa era la mejor opción posible. Porque cuando dejamos de pensar con rigor, cualquier cosa nos parece razonable. Y eso, en una democracia, es el peor de los peligros.

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